miércoles, 6 de febrero de 2013

Mi deuda con el Congo



Hace 2 años asistí a una conferencia de la periodista congoleña Caddy Adzuba. Caddy nos explicó el drama que viven millones de congoleños que están atrapados en un conflicto armado de difícil solución. Guerrillas incontroladas luchan en el este de la República Democrática del Congo (RDC) por controlar los valiosos recursos minerales que abundan en la región. Se trata de un negocio pingüe del que se benefician muchos eslavones de una larga cadena que acaba en todos nosotros. Durante su exposición, Caddy nos explicó como en la RDC existen abundantes reservas de minerales como el Coltán que se emplean en la fabricación de multitud de dispositivos electrónicos: teléfonos móviles, portátiles, tablets, cámaras de fotos, etc. El 80% de las reservas mundiales de Coltán se encuentran en la RDC, sin embargo, gran parte de esta materia prima se exporta a través de países limítrofes como Ruanda, Uganda y Burundi que financian a grupos armados en el vecino Congo para controlar tan valiosos recursos. Es fácil imaginar que estos grupos armados tienen escaso apego al respeto de los derechos humanos. Estas guerrillas se han hecho con el poder en el este del país donde existen continuos enfrentamientos de carácter extremadamente violento, han desplazado a pueblos enteros que viven en un clima de inseguridad constante, y ejercen una extorsión (controles ilegales de carreteras, impuestos revolucionarios, etc.) que destruye la economía local y la dignidad de un pueblo para el que vivir es una batalla constante. La lucha por el control de los recursos minerales ha llevado a varios levantamientos armados para intentar hacerse con el poder de la capital, como hemos visto en las recientes noticias en relación al movimiento M23. Se estima que el conflicto de la RDC se ha cobrado la vida de más de 5 millones de personas. Esto ha hecho del Congo un país a la cabeza de estadísticas mundiales tan poco honrosas como la de violaciones de mujeres o la presencia de niños soldados en las milicias. Caddy nos relató ejemplos de abusos de una crueldad tal que resulta difícil de creer que el ser humano pueda llegar tan lejos. Historias espeluznantes cuyos detalles prefiero no transcribir aquí (algunos los he olvidado por completo, como si hubiese funcionado en mí una especie de censura inconsciente para desterrar episodios tan macabros de mi mente). Entonces Caddy sacó su teléfono móvil y nos lo enseñó a todos, nos dijo que su móvil tendría probablemente componentes que procedían del conflicto en su país, estaba manchado de sangre como el de todos nosotros. No se trata de renunciar a la tecnología, añadió, porque tiene un potencial enorme que no debemos desaprovechar, pero sí es necesario ser conscientes de las injusticias que están detrás de su fabricación y utilizar la tecnología para denunciar lo que ocurre y tratar de detenerlo. Desde  aquel día, me sentí en deuda con Caddy y el pueblo congoleño.