lunes, 20 de diciembre de 2010

London city ciudad sin ley


Por fin regresé a Londres después de 10 años de ausencia. La ciudad apenas había cambiado, allí estaban las mismas casas de barro rojizo del barrio de Bloomsbury entre las que discurría nuestra vida cotidiana y cuyos rincones han quedado guardados en mi memoria y en mi nostalgia. Recorrí esas calles saboreando las imágenes de momentos intensos y entrañables. En Judd Street teníamos un pequeño estudio en alquiler donde llegamos a vivir hasta 5 personas, todos dormíamos juntos en dos camas que habíamos unido para tal menester en una esquina de la única habitación de la vivienda. Fue allí donde convencimos al propietario de que solo 2 personas vivirían en el estudio a pesar de que éramos 4 los que cargados de maletas esperábamos alerta en la misma habitación para ver si finalmente accedería a dejarnos un lugar donde alojarnos. Teníamos una gran ventana que daba a Tavistock Place, solíamos sentarnos sacando los pies hacia afuera para observar aquel conglomerado de sonidos, colores  y gentes que no dejaba de sorprendernos. Nuestro exiguo presupuesto nos obligaba a gastar lo mínimo, la decoración de la casa estaba llena de objetos e imágenes que recogíamos por la calle. Fotos de revistas adornaban las paredes, un vaso de cartón era el recipiente para los cepillos de dientes, y un mantel verde de hule con motivos navideños protegía la mesa escritorio en pleno verano. En la pared principal, con recortes de revistas, escribimos un frase que repetíamos constantemente en referencia a las múltiples e inesperadas experiencias que nos ocurrían cada día: "London city ciudad sin ley".
Recuerdo cuando conseguí mi primer trabajo, volvía a casa con aire triunfante, en la planta baja, en el apartamento de nuestros vecinos catalanes, vi a mis amigos tras las grandes ventanas, me estaban esperando, no habían tenido noticias de mí desde que salí temprano por la mañana ya que Laura guardaba el único teléfono móvil del que disponíamos, cuando me vieron levanté el brazo en señal de victoria, una victoria que era de todos, trabajaría como limpiador en un centro de alcohólicos.
Caminaba esta vez por Tavistock Place, y giré a la izquierda hacia Russel Square, vi entonces un pub inglés por el que tantas veces antes había pasado hace 10 años. El precio de una pinta de cerveza nos parecía inalcanzable por entonces y soñábamos con el día en que pudiéramos permitirnos entrar en cualquier bar o restaurante sin que supusiera gastarse una fortuna. Ahora ese momento había llegado, podía entrar a cualquier pub sin que el precio de una pinta de cerveza escandalizara a mis bolsillos, sin embargo miro con añoranza los días en que la vida era una continua aventura, un reto que no afrontaba en solitario sino acompañado de grandes amigos; vender bocadillos de tortilla en Portobello, limpiar váteres nauseabundos, o ser camareros en un barco anclado en el Támesis sin apenas hablar inglés  eran obstáculos que fuimos superando con ilusión, creatividad y coraje. Nunca he sido tan feliz como aquel verano, nunca.
Esta mañana, hablaba con mis compañeros de trabajo sobre la crisis económica, debatíamos sobre las posibilidades de que la situación desembocara en una profunda ruptura del sistema y que todas las comodidades y privilegios de las que disfrutamos en el mundo occidental se vieran ciertamente mermadas. La sociedad de consumo tal y como la conocemos tiene los días contados, simplemente no es sostenible y por tanto tiene fecha de caducidad. Quizás lleguemos a ver ese día, y puede que no esté muy lejos. "Qué miedo", me decía una compañera, entonces yo me acordé de Londres, donde éramos felices con tan poco, donde el apoyo y afecto de los amigos era lo más valioso, un pilar inalterable del que no teníamos dudas. Ahora que la sociedad nos empuja al consumo y al individualismo, que estamos llenos de miedos, que nos aferramos a lo evanescente, quizás una crisis profunda pueda ser más un favor que una tragedia, la última oportunidad para salvarnos y obligarnos a luchar de manera conjunta por un mundo más humano, para diferenciar lo importante de lo superfluo, y construir un mundo en que la vida sea más plena, como decía E.Fromm, pasar del Tener al Ser.