lunes, 17 de octubre de 2011

Ouagadougou


Ouagadougou. Una extraña palabra, quién diría que es la capital de un país, y no de un país imaginario, sino de un país real como la vida misma, como la lucha incansable de su gente por sobrevivir. Ese país es Burkina Faso que significa "la patria de los hombres íntegros" en lengua local , y se disputa en las estadísticas de Naciones Unidas los últimos puestos en el ranking de países desarrollados. En otras palabras, es uno de los países más pobres del mundo.

Había estado en África otras veces, en Marruecos, Túnez, Ghana y Senegal, pero lo que me encontré en Ouagadougou, que sus habitantes llaman animosamente Ouaga, no tenía nada que ver con lo que había visto antes. La llegada al aeropuerto fue impactante, un pequeño recinto donde todo el mundo se amontonaba, sin apenas señales y por supuesto ninguna pantalla indicativa. Era un presagio del caos que me iba a acompañar en esos días. Afortunadamente, en medio de ese caos, siempre parece haber una solución para todo. Alguien que conocía mi nombre se acercó a mí y me acompañó a pasar el control de aduanas. Tengo la impresión de que en los días siguientes todo siguió un patrón parecido, el de un breve tumulto del que de repente salía alguien con la solución a mis problemas.

Nos reunimos al día siguiente con CREPA, nuestros socios locales en Burkina, y empezamos a trabajar en el proyecto. Tuvimos muchas reuniones para explicar lo que estamos haciendo y cómo vamos a aplicarlo allí, salieron cosas muy interesantes y fue un verdadero placer trabajar con ellos. Tras las reuniones yo salía a pasear por los alrededores, la gente me miraba con atención y los saludaba. En muchas ocasiones empezábamos a hablar, me preguntaban con curiosidad, y era muy fácil entablar conversación con ellos. Los burkineses son gente cálida, amable, hospitalaria, confiada, la energía que se percibe es diferente. Un día salimos en grupo al mercado, yo me retrasé porque me quedé hablando en uno de los puestos de verduras. Allí había una niña muy pequeña que me miraba atónita, con los ojos abiertos como platos y el rostro con cara de asombro. Varias mujeres alrededor se reían a carcajadas ante la expresión de sorpresa de la pequeña. Decidí acercarme. Mi francés no es muy bueno, pero el lenguaje de la sonrisa es el que mejor funciona en África. Sin entendernos muy bien del todo, empezamos a reírnos. Una de las mujeres, de repente, cogió a la pequeña y me la dio para que la cogiera entre mis brazos. Cuando lo hice, la niña se asustó aún más y todos volvimos a reír. Sentí una especial complicidad entre aquel grupo de mujeres que no conocía de nada y de las que aparentemente debía separme un abismo cultural. Una de ellas me preguntó mi nombre y me dijo “eres una buena persona”, sentí que lo decía de corazón, y algo tan sencillo como aquellas palabras me reconfortaba. Continué mi camino, estaba perdido del grupo principal y no sabía muy bien qué dirección tomar, un hombre que no había visto antes se acercó a mí, me llamó por mi nombre ante mi asombro y me mostró la dirección que debía seguir. Mientras seguía avanzando los vendedores me señalaban desde sus puestos de verduras la dirección correcta con una sonrisa en sus labios que yo respondía amablemente, hasta que conseguí alcanzar a los demás. Una pequeña aventura.

viernes, 7 de octubre de 2011

Instrucciones para John Howell


La primera vez que leí el relato de Julio Cortázar, Instrucciones para John Howell, pensé que no lo había entendido. Lo volví a leer una y otra vez compulsivamente durante varias semanas. Algunas escenas no parecían lógicas y trataba continuamente de encontrar la coherencia que diera sentido a esas partes de la trama. Por algún motivo aquella historia me cautivaba y durante años, cada cierto tiempo, volvía a releerla con fruición.

Leí durante ese tiempo otros relatos del autor, sumergiéndome en ese universo de Cortázar que es tan particular, mi obsesión conectó en cierta forma con su manera también obsesiva de escribir. Rayuela mostraba una historia que era a la vez muchas historias aunque fuesen fundamentalmente dos, aunque en el fondo no fuese más que una sola historia. Horacio y su lucha por encontrar un orden lógico que lo explique todo ("la unidad") contrasta con la naturalidad de La Maga que entiende sin pretenderlo, sin pensarlo sin ni siquiera ser "consciente" de ello. Sólo Horacio es consciente de su lucidez, por eso llega a decir "déjame ver algún día como ven tus ojos". Creo ahora que nunca llegué a entender Instrucciones para John Howell tan bien como lo hice la primera vez, en la que mis ojos leían sin expectativas ni prejuicios, la desazón por no encontrar un hilo conductor lineal me alejaron de la verdadera comprensión al volver a leer el relato buscando atar todos los cabos sueltos. Pero los cabos sueltos estaban sueltos a propósito. No eran sino trampas para hacernos caer, pero trampas que a la vez eran pistas. Si no tropezamos habitualmente es por ese orden lógico con el que filtramos la realidad y que sólo es una ilusión creada por nuestras mentes. Cortázar nos invita a tropezar constantemente mirando la realidad de forma directa, sin el filtro que suponen todos los conocimientos que creemos tener, todas las certezas que pensamos necesarias. Tropezar en la tierra, más que en las nubes, ese es el verdadero reto.