Etiopía es un país que sorprende a muchos, las imágenes de sequía y
hambruna que se quedaron grabadas en nuestra retina en los años 90 contrastan con
la riqueza natural y cultural de un país vivo y diverso que merece la pena
descubrir. Un manto verde recubre montañas y praderas tras la época de lluvias.
En el mes de septiembre, flores amarillas y púrpuras adornan esa alfombra verde
que rodea las carreteras que se esconden sinuosas entre montañas. Además de su
belleza, Etiopía me iba a mostrar más de una lección como ocurre en los viajes
que de verdad merecen la pena.
Llegué a Addis Abeba con el cuerpo de viajero experimentado. No quise
coger un taxi sino que salí del aeropuerto para tomar el transporte local.
El centro, caótico como la mayoría de grandes ciudades Africanas, me impresionó
menos que otras capitales. Se me acercaban personas con frecuencia para hablar
conmigo pero me deshacía de ellas con relativa facilidad. Un chico consiguió
salvar mi barrera, quizás por su aparente carácter humilde combinado con una
insistencia a la vez sutil y pertinaz. Se encontró con otro amigo, y me estuvieron
recomendando cosas que ver en Bahir Dar, me escribieron palabras útiles en
ahmárico en mi libreta, y aunque no me fiaba del todo poco a poco se fueron ganando
mi confianza. Me pidieron que los acompañara a un sitio cercano donde se reunían
sus amigos para tomar algo. Andamos un poco, y entramos en una especie de local
privado donde la gente se reunía para beber y fumar. Allí estaban sus amigos y
nos sentamos todos juntos. Ellos masticaban hojas de un planta especial que
llaman qat, me ofrecieron y aunque me negué al principio, me dijeron que era
señal de respeto aceptar, acepté pero cogía las hojas y las metía en la mochila
cuando nadie miraba, empecé a no sentirme cómodo y decidí irme. Cuando me disponía
a marcharme, los dos chicos que me acompañaban me dijeron que esperase que iban
a pedir la cuenta. Me trajeron una cuenta de 20 euros, esperaban que la pagase,
me negué en rotundo, me levanté corriendo y salí disparado del local. Ellos
salieron corriendo detrás de mí insistiendo en que tenía que pagar pero en
cuanto salimos a una calle bastante transitada se esfumaron. Me fui a la parada
de minibús y esperé el que iba al aeropuerto deseando quitarme de en medio. Allí
un chico me preguntó si podía ayudarme, yo estaba con la mosca detrás de la
oreja y muy poco receptivo a dejarme ayudar después de lo que me acaba de ocurrir.
Pero el chico se puso a hablar con los conductores y en pocos
minutos me tenía sentado en el asiento de co-piloto del minibús que iba al
aeropuerto. Se lo agradecí en el alma. Esa misma tarde salía mi avión hacia
Bahir Dar, lo cierto es que me alegré de dejar Addis.
Bahir Dar es una ciudad de
grandes avenidas y repleta de árboles en las orillas del lago Tana, lugar donde
nace el Nilo Azul. La ciudad inspira tranquilidad y en seguida me sentí
relajado olvidándome de la ajetreada Addis. Al día siguiente de mi llegada,
alquilé un barco para recorrer el lago Tana, visitar varios monasterios y sobre
todo ver las fuentes del Nilo Azul. Desgraciadamente, no es posible ver la
caída del Nilo desde el lago, han construido una central hidroeléctrica y no se
puede acceder para ver las vistas. Pero aún en la distancia, el lugar tiene una
magia especial, sobre todo por la historia que tiene asociada y que yo estaba
leyendo mientras viajaba en el libro de Javier Reverte, Dios, el diablo y la aventura, una biografía sobre el español Pedro
Páez, el primer europeo en ver las fuentes del Nilo Azul. Lo hizo en 1618,
cuando las fuentes del Nilo eran aún un mito lejano. Pedro Páez era un misionero jesuita y andaba por allí por otros menesteres, él simplemente se dirigía a
visitar a su amigo el emperador etíope Susinios que había cambiado la ubicación
de su corte y el camino desde la misión de Páez exigía cruzar el lago Tana. En su viaje a través del lago Tana, el jesuita llegó al lugar donde se sitúa una caída pronunciada de agua y en ese momento supo que había encontrado el nacimiento del Nilo Azul. Muchos
exploradores intentaron encontrar las fuentes del Nilo durante siglos, incluso
después de la muerte de Páez. De hecho 152 años más tarde, en 1770, el
explorador escocés James Bruce alcanzó el lago Tana y navegó hasta la zona
oriental donde se precipita el Nilo Azul. Bruce se autoproclamó falazmente
“descubridor” de las fuentes del Nilo Azul (como si los indígenas que habitaban
aquellas tierras no contaran) y negó que Pedro Páez hubiese estado allí alguna
vez. La inmensa mayoría de historiadores han desmentido las palabras de Bruce
ya que Pedro Páez dejó una extensa obra escrita con todos los detalles de su
viaje y una descripción minuciosa de la historia y la cultura etíope incluyendo
la fauna y flora de los lugares que
visitó. El rigor y el grado de detalle con el que Páez describe el lugar del
nacimiento del Nilo Azul no dejan lugar a dudas. Curiosamente el jesuita no se
proclamó descubridor de nada, sino que se limitó a relatar lo que le acontecía
con objetividad.
Pedro Páez estaba por entonces en
otra cosa, su misión era que Etiopía se convirtiera a la religión católica y
estaba a punto de conseguirlo. Era un hombre de una gran personalidad, paciente
e inteligente, y el emperador Susinios confiaba profundamente en él, tanto que
decidió convertirse a la religión católica y hacer lo propio con el pueblo que reinaba. Páez
murió pocos años más tarde con la satisfacción de haber cumplido su misión. Sin
embargo, la iglesia ortodoxa etíope no estaba por la labor de verse desplazada y promovió una rebelión contra el emperador. Una cruenta guerra
civil sucedió a la proclamación de Susinios de que Etiopía abrazara la religión
católica, y cientos de miles de etíopes perdieron la vida por la defensa de sus
creencias. La principal diferencia entre ambos credos es que la iglesia
ortodoxa etíope no acepta la naturaleza humana de Cristo sino que le confiere
una naturaleza exclusivamente divina. Resulta sorprendente que una mayoría de
ciudanos pobres e incultos perdieran la vida por una cuestión tan teórica y
abstracta. Pedro Páez era un hombre querido y respetado por cuantos lo
rodeaban, incluyendo por supuesto los etíopes. Siempre respetó las costumbres y
cultura local y nunca quiso imponer las suyas por la fuerza, él quería
convencer. Sin embargo no es posible quitarle responsabilidad en lo que sucedió
después. Hacer juicios morales 400 años después es algo aventurado, sin duda
Páez era un hombre de su tiempo, pero su historia debe hacernos reflexionar
sobre en qué consiste el verdadero respeto a una cultura.
Pedro Páez fue un hombre de lo
más polifacético. Además de su labor misionera y de escribir un libro sobre
Etiopía que ha sido referencia para futuros historiadores, Páez también
tenía conocimientos de arquitectura y organizó la construcción de una catedral
a pocos kilómetros de la ciudad de Gorgora con la que pretendía causar honda
impresión en los etíopes y ahondar en su conversión al catolicismo. De la
catedral se conservan tan solo algunos restos y está básicamente en ruinas.
Cuando leía este capítulo sobre la construcción de la catedral en el libro de
Javier Reverte, yo ya estaba en Gondar, bastante lejos de Gorgora. Me quedé con
la espina clavada de ir a visitar ese pedazo de historia que estaba leyendo.
Pero el viaje me empujaba a ir hacia delante, aún me quedaban muchas cosas por
ver. Además, en Gondar podría ver las famosas fortalezas medievales del
emperador Fasílidas, hijo de Susinios, y sus sucesores. Estas fortalezas se
construyeron siguiendo el estilo y la técnica de la catedral de Páez, así que
en cierta manera pude sentir un poco de aquella historia.
Después de Gondar, me dirigí a la
hermosa ciudad de Lalibela, un lugar único en el mundo. La historia cuenta que
el rey Lalibela mandó llamar a los mejores artesanos del mundo para construir
un centro sagrado en la capital de su imperio al que acudieran peregrinos de
todas las regiones. Quedé impresionado al ver las imponentes iglesias excavadas en
piedra. Al regresar me encontré casualmente con una celebración local. Decenas de niños
bailaban y cantaban canciones tradicionales. La alegría era contagiosa, yo
tocaba las palmas, y trataba de mover los hombros imitando el baile que ellos
hacían. Un grupo de niños se percató, y me señalaban riéndose sin parar, yo
respondí a sus sonrisas y bailaba aún con más insistencia. Me sentí un
privilegiado.
El tercer y último día en
Lalibela fui a visitar el templo de
Nakuta La’ab, iba con mi guía Mufara que me ha acompañado en muchos
momentos de mi estancia en esta ciudad.
Cruzamos una pequeña aldea, y muchos niños se nos acercaban, unos lo
hacían por curiosidad y se quedaban pasmados delante de mí agitando sus manos a
modo de saludo y diciendo las pocas
palabras que sabían en inglés, otros parecían más acostumbrados al paso de
farangis (extranjeros) y repetían money, money….
Cuando esperábamos el autobús, una niña pequeña de unos tres o cuatro años se
acercaba lentamente, caminaba prudentemente hacia mí, parándose a cada paso
para comprobar que no había peligro, hasta que finalmente se sentó a mi lado.
La niña estaba sucia, la rodeada un séquito de moscas y llevaba un
jersey rosa lleno de agujeros y ennegrecido por las manchas. Aún así era
preciosa, quizás la niña más guapa que he visto en este viaje. Me sonreía pero
si yo la miraba fijamente se sonrojaba y escondía su rostro tras sus pequeñas
manos. Alargué mi mano para que la cogiera, y la agarró con curiosidad, la
observó durante un rato y luego la soltó repentinamente y se limpió para mi
sorpresa la mano con su jersey. Al final, todo es cuestión de perspectiva,
pensé.